viernes, 5 de noviembre de 2010

Para los amantes de la música....

Un poco de ultratumba: Beethoven
 
Ludwing van  Beethoven (1777-1827) quería escribir una Missa pro defunctis, pero la muerte se le apareció antes de lo previsto y con órdenes perentorias. Cosa rara, ese fallecimiento arrastró consigo algo más que buenas intenciones: privó a los vivos de una obra maestra. ¿Quién iba a refutar la evolución compositiva lograda por el genio de Bonn desde su primera misa en Do mayor hasta la magna Missa solemnis, concebida en el ocaso de su existencia? ¿No logró sacudirse de las deudas con el pasado para consolidar un estilo propio cuyo catalizador fue el sufrimiento físico y la voluntad creativa que lo doblega?*
Escribió Romain Rolland una vez: “Si existe una capilla Sixtina, existe una  Missa solemnis”.
Pero soslayemos las peculiaridades musicales de sus misas para indagar en las circunstancias que rondaron al malogrado Réquiem beethoveniano, aunque vale la pena advertir que la narración de las escenas previas al deceso del personaje podría ofender ánimos indispuestos. Es traída a cuento en aras con redención –se nos dice con insistencia- que nos aguarda al final del camino, y que una vez concedida nos permitirá visitar anualmente a los seres queridos, de quienes lo menos que esperamos es que se reúnan en torno a nuestros despojos y nos ofrenden música, flores, y, ¿por qué no?, algunos alcoholes que nos ayuden a sobrellevar la inusitada levedad del cuerpo. ¡Digamos salud, para que los miedos acaben de dilatarse en los espejos de la fe!
Es menester taparse las narices para ingresar a la habitación donde yace el moribundo; el hedor es insoportable, mas la curiosidad para verlo de cerca prevalece sobre la repulsión inicial. El maestro se queja de dolores en los ojos y del recrudecimiento de los cólicos, gime con desesperanza. De su boca escurre un hilillo de sangre y su piel acusa un color amarillento que anticipa al de las exequias. La diarrea no cesa y la hidropesía le ha producido una hinchazón tan conspicua que ya no hay “matasanos” que atine a mitigarla. El último ordenó una serie de punturas en el abdomen de las que fluye una sustancia sanguinolenta que empapa el colchón y desborda el lebrillo contiguo al camastro. Alrededor de éste, hay paja esparcida en donde pululan cucarachas. El músico no reacciona ante ellas pues, al parecer, resultaron más fieles que sus amigos. No es de extrañar que la atracción de los insectos se deba también a la bacinica que no siempre es vaciada. Sobre el comodín reposa la Partitura de la Sinfonía coral a la que debe hacerle correcciones antes de mandarla a sus benefactores de la Sociedad Filarmónica londinense, los únicos que, según él, se han compadecido de sus penurias.
En espaciada sucesión llegan alumnos y uno que otro colega. La visita postrera al compositor los deja con una sensación de agobio, ya que se imaginan en trances similares. ¿Quién iba a decir que la afición por el vino y el suministro de mercurio habría de causar tales estragos?** ¿No dicen los médicos que uno puede quedarse sordo si no cuida los trastornos intestinales? ¿Y la morfina? La respiración se agita, y a petición del hermano se convoca al cura para que administre la extremaunción. Ese mismo día llega una caja de vinos del Rin enviada por un editor dispuesto a saldar cuentas. Cuando le muestran una botella, susurra: “Qué lástima, demasiado tarde…”. Son sus últimas palabras. Amortajado el cadáver, repican campanadas en la catedral de San Esteban. Un joven compositor se obstina en ser portador de una de las antorchas que guían al cortejo. En la ciudad se dan cita en ese 26 de marzo de 1827 más de 25mil admiradores para rendir tributo al coloso que supo de dolencias.
Meses después, el cuerpo devastado por la sífilis de ese portador de antorcha recibe sepultura junto a la tumba del añorado Beethoven. Como hijo dilecto de la marginación de su época, Franz Schubert (1797-1828) no podía haber deseado mayor consuelo que entregarse al reposo eterno al lado del gigante que desdeñó las convenciones sociales. En su funeral, una magra comitiva acompaña al ataúd.
Hay revuelos en el cementerio de Währing pues la exhumación se ha autorizado en ese verano de 1888. Se pretende reubicar los restos de Beethoven y Schubert en el cementerio central de Viena. Burlados los guardias, se introduce en la capilla un individuo que desoye las protestas de los presentes. Como un poseído toma en sus manos el cráneo de Beethoven, besándolo sin recato. En su atrabancado dialecto le espeta a los forenses: “¿No es cierto, querido Beethoven, que si estuvieras vivo me permitirías tocarte? Y ahora estos extraños pretenden impedírmelo”. El sujeto respondía al nombre de Anton Bruckner (1824-1896), cuya diversión favorita era deambular por los panteones, deleitando su vista sobre las fosas abiertas.
Antes de abandonar los enrarecidos aires de sepulcro europeo es conveniente mencionar algunos hechos que confirmarán una creencia de los antiguos mexicanos.
Pensaban los otomíes que bajo tierra las corrientes formadas por emanaciones de difuntos circulaban y que éstas salían por las bocas de las cavernas para envolver, con su inmanencia, al mundo y sus incrédulos moradores… Muy apropiado al caso, ¿no lo creen? Los muertos tienen la palabra.
*En la misa op. 87 estrenada en 1807, Beethoven fue fiel a los cánones estilísticos de sus predecesores; en cambio, en la Solemnis op. 123, comenzada en 1819, alcanzó cimas expresivas hasta entonces inéditas.
**Un examen de ADN realizado en un mechón de cabello reveló que la concentración de plomo era 42 veces superior a la del promedio. Con ese nivel de toxicidad en la sangre, Beethoven tendría que haber muerto tres años antes en condiciones de dolor extremo. 


By Tania

2 comentarios:

  1. bien! estoy orgullosa de mi trabajo! Todos los derechos reservados para Tania (también conocida como Tanque, Elizabeth o Eliza).

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  2. Por cierto, tuve un pequeñísimo error de dedo en Ludwig, como lo habrán notado.

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